Se limpia y se muele de a poco, lentamente con una precisión digna de una máquina y con la concentración de un mongólico armando un rompecabezas. Se levanta el polvo con la punta de los dedos y se ordena dentro del barquito de manera tal que se forme una capa lisa de verde grava y comienza el pequeño bamboleo con el que se le da la habitual forma cónica.
Las caras en la oscuridad se funden con la noche, sólo los ojos resplandecen, fijos en el fasito que planea en el fresco viento de la montaña mientras pasa el último examen. Ahora los ojos arden, reflejan el centellear del caño viajando de mano en mano, dejando atrás una estela de oloroso humo y una risa acallada por los tosidos de un contertulio poco experimentado.
De a poco su vida se extingue, como un viejo marchito, encogido y arrugado va siendo rechazado por los que antes lo amaran. Nadie se quiere quemar los dedos, nadie se quiere quemar los bigotes. Entonces es cuando aparece el matacolas, y el cariño por el enjuto cabeza roja vuelve a asomar entre los parroquianos hasta que finalmente desaparece, se esfuma en el negro cielo nocturno dejando atrás un halo de melancolía.